Señoras y señores, queridos amigos, buena gente.
El inmovilismo es la tendencia a mantener sin cambios una situación política, social, económica o ideológica. Consiste en que no pase nada mientras continúa la vida normal, con los mismos esquemas y sin ocuparse de evolucionar. Se sigue el mismo ritmo, con las mismas costumbres y cualquier atisbo de éxito es tomado como una provocación. La rutina, la monotonía y los mínimos exigibles son el fin de los trabajadores que carecen de un líder y que disponen de la autonomía suficiente para seguir hasta su jubilación. Ahora cada vez más tarde según el interés del ministro del ramo.
Eso debe pasar en el Real Zaragoza, dividido en tres grandes sectores: los inversores que están al margen de la marcha del club y, como es lógico, sus intereses económicos. El núcleo local que está pendiente de organizar los objetivos ya establecidos en la anterior propiedad bajo la dirección de Sanllehí y los trabajadores de siempre que no quieren líos y que tampoco están estimulados ni reconocidos en su función desde hace años.
Hay una cosa que está clara, este club no llegará a ningún sitio si no consigue un proyecto de cara al ascenso. No consiste en poner mucho más dinero sino en construir un proyecto de verdad. Con los objetivos marcados, la plantilla definida y una apertura hacia el abonado que incluya la atención en los desplazamientos. O algo tan sencillo como mejorar las instalaciones de la Ciudad Deportiva cuando solicitas la presencia de aficionados en un partido de juveniles clave para el liderato del equipo de División de Honor a nivel nacional.
Ahora, a ver qué pasa en la Romareda con tantas bajas, tan escasa posibilidad goleadora y una alineación de circunstancias que puede ser aprovechada por un Albacete bien configurado y con la seguridad que ofrece un grupo cohesionado.